Bernardo Monteagudo nació en Tucumán, provincia perteneciente al Virreinato del Río de la Plata o Buenos Aires, en 1789, hijo del español Miguel Monteagudo y de la tucumana Catalina Cáceres. No obstante, hay otra versión que sostiene que su madre fue una esclava que se casó con un soldado de origen español quien asumió la educación de Bernardo.
Comenzó sus estudios de Abogacía en Córdoba para luego continuarlos en la Universidad de Chuquisaca, en el Alto Perú o Charcas, donde se graduó en 1808 con la tesis Sobre el origen de la sociedad y sus medios de mantenimiento. Precisamente en esta universidad entró en contacto con Mariano Moreno y Juan José Castelli, futuros líderes del proceso emancipador en el Río de la Plata. Es interesante comprobar la activa participación de Monteagudo en la temprana Revolución de Chuquisaca del 25 de mayo de 1809, señalándose como el redactor de la célebre proclama insurgente. Para esas fechas, Monteagudo tenía escasamente diecinueve años y este sería el punto de partida de su carrera política. En lo que se ha considerado el «silogismo de Chuquisaca», Monteagudo lanzaba la siguiente pregunta: «¿Debe seguirse la suerte de España o resistir en América? Las Indias son un dominio personal del rey de España; el rey está impedido de reinar; luego las Indias deben gobernarse por sí mismas.»
Ya en 1808, al producirse la incursión de las tropas napoleónicas en España y la captura del rey, Monteagudo había escrito una interesante y crítica obra —considerada por algunos como una sátira política— titulada Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII, donde se recreaba una conversación imaginaria entre estos personajes y Atahualpa hacía un paralelo entre la invasión de los españoles a su imperio y lo que ahora sufrían estos de parte de los franceses. En este escrito, Monteagudo deja deslizar sus principios libertarios cuando manifiesta «… despertad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos. Desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación, y amanezca luminoso y claro el día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia.»
Como parte de la represión que siguió a los eventos subversivos del Alto Perú, el virrey Cisneros ordenó tomar presos a los insurrectos y Monteagudo pasará preso a la Real Cárcel de Chuquisaca. No obstante, logrará fugarse del presidio y el 4 de noviembre se dirigirá a Potosí, donde se pondrá en calidad de auditor bajo las órdenes de Juan José Castelli, quien había tomado la ciudad el 25 de noviembre luego del triunfo de la batalla de Suipacha. Estando en esta ciudad, y a partir de la política de Mariano Moreno de erradicar a los españoles sospechosos de realistas, Monteagudo será testigo del destierro de cincuenta a trescientos peninsulares a la ciudad de Salta, experiencia que luego le servirá para aplicarla también en el caso del Perú. El 14 de diciembre de 1810, Castelli firmará la ejecución de los principales autores de las masacres contra los líderes del movimiento de Chuquisaca y Junta de La Paz de 1809, y nuevamente Monteagudo será testigo presencial de los hechos.
En 1811 se traslada a Buenos Aires y se convierte en editor de la Gaceta de Buenos Aires, poniendo en práctica su vena periodística. Posteriormente, Monteagudo decide fundar su propio periódico, Mártir o Libre, donde argumenta abiertamente a favor de la independencia. El 13 de enero de 1812 participa de la fundación de la Sociedad Patriótica y se convierte en editor del periódico El Grito del Sud, vocero de dicha organización. Su labor periodística es sostenida y demuestra además su inclinación por redactar documentos que sustenten sus puntos de vista y acciones políticas. Así, el 6 de abril de 1812 publica en Mártir o Libre un artículo en el que califica de acto de sumisión el reconocer y obedecer a las Cortes de España y recalca que «… aun cuando quisiéramos reconocer las Cortes, como nunca podríamos consentir en enviar caudales ni recibir mandatos corporativos, el auto de reconocimiento sería estéril», además de implicar «un verdadero vasallaje.»
Monteagudo participará del Segundo Triunvirato que convocará el Congreso Constituyente como diputado por Mendoza. La Asamblea adoptará una serie de medidas que se venían discutiendo en las Cortes de Cádiz desde 1811, y que ya se habían puesto en práctica en el caso concreto del Alto Perú, como la abolición del tributo indígena, la eliminación de la Inquisición y la supresión de los títulos de nobleza. Todos estos puntos estarán incluidos en la Constitución liberal gaditana de 1812.
En 1814 brinda su apoyo al Director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Carlos María de Alvear, integrante de la denominada Logia Lautaro. A la caída del régimen, Monteagudo es encarcelado y luego de fugarse viaja a Europa —reside en Londres y París—, donde se deja ganar por el proyecto de la monarquía constitucional. Tras dos años de permanencia en el extranjero regresa a Mendoza, y en 1817, luego de la victoria de Chacabuco, San Martín lo nombra auditor de Guerra del Ejército de los Andes con el grado de teniente coronel. Se le atribuye haber redactado, en enero de 1818, la Proclamación de la Independencia de Chile, autoría que también se adjudica a Miguel Zañartu. Se convierte en consejero y confidente de Bernardo O’Higgins, primer Director Supremo de Chile.
Por dar curso a la pena de muerte de los caudillos chilenos Juan José y Luis Carrera sin consultar a la superioridad, San Martín ordenará su confinamiento en San Luis, concluido el cual retorna en 1820 a Santiago de Chile, donde funda el periódico El Censor de la Revolución y apoya la organización de la Expedición Libertadora que debía dirigirse al Perú.
El 28 de julio de 1821, el general San Martín proclama en la plaza Mayor de Lima la independencia del Perú, y el 3 de agosto asume el cargo de Protector Supremo. Monteagudo será el brazo derecho de San Martín y algunos lo califican como el poder detrás del régimen del Protectorado. Parece que debido a sus problemas de salud, San Martín pasó largas temporadas recluido en el Palacio de la Magdalena, dejando las riendas del Gobierno a Monteagudo. Probablemente para legitimar esta figura, lo nombrará, primero, ministro de Guerra y Marina y, más adelante, ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. Con esta segunda nominación lo dejó prácticamente a cargo de la conducción del Perú. Según el viajero inglés Gilbert Mathison, Monteagudo hablaba un buen inglés y era un hábil negociador, pero era evidente su pasión por el poder.
Es durante su gestión que se toman medidas que ya le habían granjeado apoyo popular a la causa patriota en el Río de la Plata y Chile, como la libertad de vientres, la manumisión de los esclavos que se enrolaran en el ejército libertador, la abolición de la mita de los indígenas y la del tributo. Estas dos últimas reivindicaciones ya se habían otorgado a los indígenas con la Constitución liberal de Cádiz de 1812, que fuera anulada en 1814 al retornar Fernando VII al trono español. En palabras de Monteagudo, «… el que vea con indolencia las cadenas que arrastran otros cerca de él, ni es digno de ser libre ni podrá serlo jamás.»
No obstante, el desconocimiento de la realidad peruana hará que la libertad de vientres y, sobre todo, la manumisión de los esclavos les traigan antagonismos al Protector del Perú y a su ministro Monteagudo con los propietarios de haciendas y plantaciones de caña de azúcar y vid de las inmediaciones de Lima, quienes eran miembros de la élite. Vale recordar que la base de la mano de obra de estos centros productivos agrarios era esclava y, por lo tanto, el otorgamiento de la libertad a los esclavos significaba una obvia pérdida de capital de los hacendados peninsulares y criollos que manejaban estas propiedades. No en vano, a las pocas semanas de expedido el decreto, Monteagudo debió enviar cuadrillas militares que recapturaran a los esclavos liberados y que en caso de que estos no tuvieran una boleta que acreditara el batallón al cual habían sido adscritos, fueran retornados a sus dueños. Aunque ya para 1822 afirmaba en sus Escritos que era verdad que en el Perú ya no se encontraban «… esos grandes propietarios que unidos al gobierno absorbían todos los productos de nuestro suelo, pero subdivididas las fortunas hoy viven con decencia una porción considerable de americanos, que no ha mucho tiempo tenían que mendigar el amparo de los españoles.»
Otro tema por el cual Monteagudo alcanzó notoriedad fue el relativo a la política antipeninsular que desató contra los españoles residentes en el Perú y, sobre todo, en la capital. De acuerdo al viajero Basil Hall, era «enemigo acérrimo de toda la raza española.» En sus Memorias, el ministro tucumano se jactaba de que cuando llegó a Lima vivían en ella más de diez mil españoles, y que luego de su campaña quedaron escasamente seiscientos. Sin ningún resquemor, admitió: «… yo empleé todos los medios que estaban a mi alcance para inflamar el odio contra los españoles: sugerí medidas de seguridad y siempre estuve pronto a apoyar las que tenían por objeto disminuir su número y debilitar su influjo público y privado.» Y agregaba: «… esto es hacer revolución, porque creer que se puede entablar un nuevo orden de cosas con los mismos elementos que se oponen a él, es una quimera.»
Es decir, para Monteagudo no se podía construir un nuevo sistema político si quedaban rezagos del anterior. Quizá la diferencia radicara en el hecho de que mientras en el Río de la Plata y Chile la presencia de peninsulares no era significativa, en el caso del Perú y, sobre todo, de Lima era muy importante. Una cosa era deportar a los españoles que radicaban en el Río de la Plata y otra, deportarlos del Perú, donde manejaban el comercio de ultramar y los principales centros productivos, teniendo cuantiosas inversiones. Como el mismo Monteagudo reconocía: «Aunque el Perú tenía los mismos motivos de resentimiento contra el gobierno peninsular que el resto de América, en ninguna parte estaba más radicado su influjo, por el mayor número de españoles que existían en aquel territorio, por la gran masa de capitales, y por otras razones peculiares a su población.
Desde un principio planteará que era preciso distinguir que una cosa era la declaración de la independencia y otra la constitución que se adoptara para sostenerla. Su opción y su propuesta para el caso del Perú eran las de una monarquía constitucional. Pero si este proyecto pudo entusiasmar inicialmente a la aristocracia y la élite titulada limeña, su agresiva campaña antipeninsular le hizo perder adeptos en esta alta esfera. Para respaldar la propuesta monárquica se creó la Sociedad Patriótica, por un lado, y la Orden del Sol, por otro. A esta última, San Martín se refería como «… el patrimonio de los guerreros libertadores, el premio de los ciudadanos virtuosos y la recompensa de todos los hombres beneméritos.» Así, con la Orden del Sol, el emblema solar (alusivo a los Incas y su imperio) fue utilizado inteligentemente por San Martín para promover su política monárquica. En sus palabras, era «la expresión histórica del país de los Incas.»
Sobre la Sociedad Patriótica explicaba que estaría «… compuesta de los hombres más ilustrados, que reunidos bajo la especial protección del gobierno discutan todas las materias que puedan influir en la mejora de nuestras instituciones, publicando sobre ellas las memorias que cada miembro presente, según la profesión que pertenezca.»
No obstante, el proyecto iría perdiendo fuerza a través de los debates y los periódicos de oposición, que favorecían la alternativa republicana; y uno de los más álgidos opositores de la monarquía constitucional sería el exarcolino y luego ilustre profesor del Convictorio José Faustino Sánchez Carrión.
Como ministro de Gobierno, Monteagudo puso énfasis en el tema de la educación. Uno de sus principios era, precisamente, «fomentar la instrucción pública y remover todos los obstáculos que la retardan.» En su opinión, tanto la Sociedad Patriótica como la Biblioteca Nacional fueron las primeras empresas a las que se abocó el Protectorado «en medio de la escasez de erario.» Asimismo, el 6 de julio de 1822 se estableció una escuela normal de enseñanza mutua bajo la dirección del escocés don Diego Thomson, quien aplicaría el método lancasteriano que había demostrado tener éxito y requerir de pocos recursos económicos. Para Monteagudo, el fomento de la educación era clave, pues ayudaba a erradicar la ignorancia o, al menos, «esta quedaba reducida a unos límites que no vuelva jamás a traspasar.»
Sobre el tema concreto de las relaciones exteriores, el ministro expresará en sus Escritos que en diciembre de 1821 se remitió una legación extraordinaria a Europa encargada de negociar «cuanto convenga a la independencia y prosperidad del Perú.» Igualmente, se enviaron ministros extraordinarios a Chile y el Imperio mexicano, con la finalidad de «estrechar más las mutuas relaciones que nos unen.» La legación enviada a Europa también tenía la misión de entablar relación con el Gobierno de Buenos Aires y propiciar negociaciones de interés común. Finalmente indicará que el presidente de la Gran Colombia, «… anticipando nuestros votos, ha mandado […] un ministro extraordinario… con quien ya se había firmado un tratado.»
Si hay un tema que le preocupaba en términos de la seguridad interna era el puerto del Callao. Mientras esta plaza siguiera en manos de los realistas, la situación de Lima era precaria. De allí que le resultara promisorio que el 10 de septiembre, las fuerzas peninsulares abandonaran el puerto retirándose a la sierra en dispersión. A su entender, la rendición del Callao, que se efectuó por capitulación el 19 de setiembre, fue un hecho crucial, lo mismo que lo fue el día 21, en que se izaron en las fortalezas «los colores nacionales.»
Monteagudo fue, sin lugar a dudas, un personaje controversial que se granjeó numerosos enemigos. Para los republicanos se había vuelto «despótico,» para los peninsulares, «cruel»; «irreligioso» para los clérigos, «insolente» para la aristocracia, «semiteópre» para la élite blanca, «lascivo» para los padres de familia, «abominable extranjero» para los peruanos en general. Su impopularidad era evidente y se había creado consenso para rechazar su presencia y actuación política. Cuando en julio de 1822 San Martín partió hacia Guayaquil para entrevistarse con Bolívar, los anticuerpos que había generado el ministro tucumano se materializaron. Un grupo de ciudadanos peruanos liderados por José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete solicitó al Cabildo limeño que removiera del cargo a Monteagudo, propuesta con la que concordó plenamente Bernardo de Tagle y Portocarrero, IV marqués de Torre Tagle, obligándolo a Monteagudo a abandonar Lima. En las noches del 25 y 26 de julio la población rodeó el palacio y el municipio exigiendo su salida. El día 26, el ministro fue puesto bajo arresto domiciliario para protegerlo de la ira del pueblo; el 30, discretamente, lo sacaron de la capital.
A su regreso, San Martín comentó que se había dado con la sorpresa de que su ministro había sido removido, admitiendo que se trataba de un hombre de carácter difícil y que, en varias oportunidades, él mismo había estado al borde de sacarlo del cargo, pero que Torre Tagle lo había disuadido argumentando que no había quien lo reemplazara.
Bernardo Monteagudo regresaría al Perú dos años y medio después durante el Gobierno de Simón Bolívar, quien lo incorporó a su círculo de asesores. En una carta que el Libertador le remitió a Santander, vicepresidente de la Gran Colombia, el 4 de agosto de 1823, le expresaba que Monteagudo «… está aborrecido en el Perú, por haber pretendido una monarquía constitucional, por su adhesión a San Martín, por sus reformas precipitadas y por su tono altanero cuando manda […].» Añadió francamente que Monteagudo conmigo puede ser un hombre infinitamente útil.
Así, Bolívar le confiaría al tucumano, junto a Faustino Sánchez Carrión, la delicada tarea de preparar las reuniones del Congreso Anfictiónico de Panamá, que debía realizarse en 1826 para afianzar la cooperación latinoamericana. Se señala que en estas circunstancias, el abogado tucumano recibió un anónimo donde se le amenazaba: «Zambo Monteagudo, de esta no te desquitas.» Aunque no le dio importancia al hecho, el 28 de enero de 1825, cuando se dirigía a visitar a su amante, Juana Salguero, fue atacado frente al convento limeño de San Juan de Dios por el negro aguador o cargador Candelario Espinosa, quien lo apuñaló en el pecho. Surgieron entonces varias versiones sobre quién había sido el instigador del crimen. Algunos involucraron a Sánchez Carrión por la rivalidad que mantenían disputándose los favores de Bolívar; otros apuntaron a la enemistad que le dispensaban ciertos peninsulares recelosos de su política de independencia, e incluso se llegó a mencionar que en los entretelones estuvo la persona del Libertador. Hubo también quienes consideraron que no se había tratado de un asesinato premeditado, sino de un ataque para perpetrar un robo, como fue la opinión de Here O’Leary y del coronel Bedford Wilson, edecán del Libertador. No obstante, son solo conjeturas y no hay pruebas fehacientes al respecto.
No te pierdas la oportunidad de obtener una copia y conocer más sobre los personajes históricos que moldearon las relaciones internacionales del Perú.
Comprar